TOMO. N. 41 JUL./DEZ. | 2022
La incondicionalidad amorosa.
Reflexiones para una teoría
unificada del amor
Danilo Martuccelli*1
Resumen: El artículo propone una conceptualización unificada del sentimiento amoroso en torno al tipo ideal de la incondicionalidad. La argumenta-ción se desarrolla en tres etapas. En primer lugar, se delinean los gran-des rasgos del tipo ideal de la incondicionalidad, indisociablemente subjetivos e institucionalizados. En segundo lugar, se muestra como el tipo ideal de la incondicionalidad permite dar cuenta, en contra de lo que muchas veces se afirma, de un conjunto muy variado de experien-cias amorosas. Por último, se abordan algunos de los desafíos éticos que resultan de la incondicionalidad amorosa.
Palabras clave: Amor. Incondicionalidad. Conyugal. Parental.
* Université de Paris – Universidad Diego Portales. E-mail:danilomartucelli@gmail.com
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Incondicionalidade amorosa. Reflexões para uma
teoria unificada do amor
Resumo:O artigo propõe uma conceituação unificada do sentimento amoroso em torno do tipo ideal de incondicionalidade. A argumentação se de-senvolve em três etapas. Em primeiro lugar, são delineadas as grandes características do tipo ideal de incondicionalidade, inseparavelmente subjetiva e institucionalizada. Em segundo lugar, mostra-se como o tipo ideal de incondicionalidade permite dar conta, ao contrário do que muitas vezes se afirma, de um conjunto muito variado de experi-ências amorosas. Finalmente, são abordados alguns dos desafios éticos que resultam da incondicionalidade amorosa.
Palavras-chave: Amor. Incondicionalidade. Conjugal. Parental.
Loving unconditionality. Reflections for a unified
theory of love
Abstract: The article proposes a unified conceptualization of the loving feeling around the ideal type of unconditionality. The argument proceeds in three stages. First, the broad features of unconditionality, inseparably subjective and institutionalized, are delineated. Secondly, the article shows how the ideal type of unconditionality allows to account, con-trary to what is often stated, for a very varied set of love experiences. Finally, the article analyses some of the ethical challenges that result from the characterization of love as unconditionality.
Keywords: Love. Unconditionality. Conyugal. Parental.
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Uno de los presupuestos fundamentales de los análisis litera-rios, filosóficos y sociológicos sobre el amor es su diversidad. Los nombres son bien conocidos: filia, amistad, amor parental (materno o paterno), filial, ágape, pasión, amor romántico, ero-tismo. En la base de esas diferencias se encuentra la idea que el sentimiento amoroso, enmarcado por relaciones sociales y por muy precisas convenciones de representación, se declina en fenómenos muy disímiles entre sí. En su estudio sobre las distintas semánticas del amor en función de la estructura de la diferenciación social, Niklas Luhmann (1990) construyó por ejemplo su análisis desde este presupuesto: privilegió el amor conyugal separándolo de otras manifestaciones amorosas.En este artículo buscaremos argumentar, bajo la forma de un tipo ideal, una tesis distinta. Formularemos la hipótesis que un hilo conductor común une a las en apariencia muy disímiles expe-riencias del amor: toda manifestación amorosa, más allá de sus formas o moldes institucionales, se estructura desde la incondi-
cionalidad. Aunque ese rasgo y calificativo sea por lo usual única-mente reservado al amor parental, en parte al amor filial, intenta-remos mostrar que se trata de la principal caracterización común de todas las declinaciones del sentimiento amoroso. Para argumentar esa tesis y mostrar el interés heurístico y nor-mativo de reconceptualizar la pluralidad de las manifestaciones del amor desde la incondicionalidad, procederemos en tres eta-pas. En primer lugar, delinearemos los grandes rasgos del amor--como-incondicionalidad bajo la forma de un tipo ideal. En se-gundo lugar, pondremos analíticamente a prueba ese tipo ideal a partir de una diversidad de experiencias amorosas. Por último, esbozaremos, a partir de los resultados obtenidos, algunos de los desafíos que plantea una nueva ética amorosa en torno a la incondicionalidad. El objetivo central de este artículo es proponer una reconceptu-alización del amor-como-incondicionalidad. En acuerdo con la
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caracterización weberiana del tipo ideal (Weber, 1973), nuestra intención es perfilar una categoría que permita teorizar la diver-sidad de manifestaciones de ese fenómeno social, sin que nece-sariamente todos los rasgos se encuentren siempre y de manera pura en todos los casos estudiados. Aunque los rasgos con los cuales se construye un tipo ideal son reales e históricos, el ob-jetivo principal es lograr modelos abstractos que tienen como meta tipificar los fenómenos y construir marcos de análisis sus-ceptibles de desarrollar hipótesis más que describir la realidad. Recurriremos por ello a una amplia diversidad de fuentes (li-teratura académica especializada, trabajos históricos, obras li-terarias y representaciones sociales) con el fin de construir el tipo ideal del amor-como-incondicionalidad. Las ilustraciones analíticas sobre las que nos apoyaremos no tienen por esto otra función que darle consistencia al tipo ideal esbozado y mostrar su interés heurístico.
1. El amor-como-incondicionalidad: un tipo ideal¿Cómo caracterizar la incondicionalidad? La definición es bien conocida: un sentimiento absoluto, sin restricción alguna, sin lí-mites, que descarta toda duda, una emoción-compromiso por la cual los individuos se dicen prestos a “dar su propia vida”. Es al alero de esa definición que por lo general la incondicionalidad se analiza como el rasgo propio y exclusivo del amor parental o filial a diferencia de todas las otras modalidades del amor.Tal vez sea útil comenzar indicando lo que la incondicionalidad es y no es, con el fin de cuestionar ciertas representaciones. - La incondicionalidad no quiere decir exclusividad (el amor pa-rental puede por ejemplo destinarse a varios hijos);- Como la precisión anterior lo indica, el amor-incondicional puede tener diferentes destinatarios, sin duda a través de
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emociones que son heterogéneas (no se tienen los mismos sentimientos, proximidades o complicidades con cada una o uno de las hijas/hijos), sin que ello cuestione el carácter incon-dicional del amor hacia cada uno de ellos;- O sea, si la incondicionalidad se opone a la idea de diferencias jerárquicas entre los seres amados (“se quiere por igual a to-dos los hijos”), se admiten declinaciones afectivas distintas de esta incondicionalidad (no se tiene la misma relación con cada uno de los hijos o padres);- La incondicionalidad, más allá de los discursos o reglamenta-ciones, no es sinónimo de perdurabilidad: las relaciones con-sideradas como las más sólidas e incondicionales (de sangre o alianzas políticas) son en los hechos vulnerables;- La incondicionalidad define una convicción y un compromi-so de índole subjetivos, una apuesta y una fe en la fuerza de resiliencia sin bornes de nuestros sentimientos “pase lo que pase”, pero en los hechos nunca está totalmente disociada de una serie de obligaciones institucionalizadas;- La incondicionalidad es irreductible a las solas obligaciones de un contrato. Su lógica toma más bien la forma del don (Mauss, 2013), en verdad de un circuito implícito de don contra don (“Dios se lo retribuirá”). La tácita reciprocidad de la incondi-cionalidad amorosa se encuentra en la base de la afirmación (muy discutible) que en el registro del amor no se puede con-tar o calcular;- La incondicionalidad del amor reposa sobre una confianza, que se quiere absoluta, en el ser amado. Tal vez nunca la in-condicionalidad de la confianza ha sido mejor retratada que por Kierkegaard (1999) al analizar la angustia de Abraham cuya fe fue puesta a prueba por Yahvé al exigirle matar a su propio hijo;
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- La incondicionalidad supone asumir, de parte del sujeto que la vive y acepta, una posición de fragilidad, porque de facto la(s) otra(s) persona(s) tiene(n) un poder inmenso sobre el individuo. Esto implica exigencias éticas particulares sobre los amantes: cada uno debe luchar por desactivar el poder que dispone sobre el otro (Martuccelli, 2021, capítulo 13).Precisada de esa manera, la incondicionalidad toma inmediata-mente diferentes rostros y sobre todo amplía su perímetro po-tencial. En su dimensión propiamente conyugal – o incluso de amor erótico – la incondicionalidad amorosa puede ser mono-gámica, pero también puede buscar estructurarse a través de di-versas redes afectivas o en el poliamor; y también puede mani-festarse como lo analizaremos en las relaciones de adulterio. No es la forma, no es el número de personas (la obsesión diádica), no es necesariamente el estatus de los miembros lo que permite aprehender la incondicionalidad amorosa (basta con pensar en la fuerza de los “amores prohibidos”).Lo que define conjuntamente a la incondicionalidad es, por un lado, la naturaleza subjetiva de los sentimientos de compromi-so contraídos y aceptados, en realidad anhelados, y, por el otro lado, un conjunto de prescripciones y obligaciones morales di-versamente institucionalizado. Tratándose del amor, existe una dialéctica más que una oposición entre la incondicionalidad subjetiva e institucionalizada.¿Qué es, entonces, la incondicionalidad amorosa? Una modalidad
particular de convicción subjetiva y de obligación instituciona-
lizada: dimensiones que a pesar de la diversidad de las sinergias entre ellas no siempre dan forma con el tiempo a certidumbres
sociales efectivas. O sea, si la incondicionalidad amorosa es indiso-ciable del horizonte imaginario de la absoluta entrega de sí, o para decirlo con el lenguaje del lenguaje romántico, si el amor es la des-preocupación por el momento del “sacrificio”, esta convicción sub-jetiva, como lo analizaremos, nunca es totalmente independiente
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de una serie de obligaciones institucionales y morales, y tampoco necesariamente una verdad objetiva perenne.
2. Las manifestaciones plurales de la incondicionalidad
amorosaLa caracterización del amor como tipo ideal de incondiciona-lidad ¿permite realmente dar cuenta de la diversidad de sus manifestaciones y representaciones? Defenderemos esta pro-posición a través de ejemplos concretos. La incondicionalidad amorosa, más allá de los modelos prescriptivos, se ha materia-lizado históricamente en un gran número de formas institucio-nalizadas. En vez de oponer y contraponer la diversidad de las manifestaciones al modelo ideal de incondicionalidad propio a la pareja moderna heterosexual y monógama o a las relaciones parento-filiales, buscaremos mostrar la presencia de la incondi-cionalidad en muy variadas modalidades de amor.
2.1. La incondicionalidad y el amor conyugalEs imperativo comenzar la reflexión desde esa figura porque tiende a ser construida como una alteridad problemática con respecto a otras manifestaciones del amor-incondicional, sobre todo en referencia al relato del amor-romántico o pasional, o el amor parental. Si la inquietud por institucionalizar, sobre bases sentimentales y jurídicas, las obligaciones familiares (de filiación, parentales, conyugales) es una constante en las sociedades humanas, lo dis-tintivo de las sociedades modernas ha sido la voluntad explíci-ta de asentar la pareja conyugal y su incondicionalidad sobre el sentimiento amoroso. Si la especificidad normativa de esa actitud es innegable, es im-portante sin embargo reconocer en otros periodos o áreas cultu-
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rales (como lo muestra la obra maestra de la literatura japonesa, “La novela de Genji”, de Murasaki Shikibu, en el siglo X o dentro de Occidente en la época antigua) expresiones de la incondi-cionalidad amorosa (en contra de lo que afirmó un cierto pen-samiento occidental-moderno, cf. Goody, 2010). En todo caso, incluso cuando las alianzas matrimoniales incorporaban evi-dentes consideraciones económicas o políticas sobre todo entre los miembros de la élite, eso jamás eliminó del todo la existencia –y el relato– de sólidas formas amorosas detrás o en la base de las relaciones nupciales.Sin embargo, la especificidad del amor en la modernidad occi-dental es innegable. Por un lado, como lo veremos en el siguiente parágrafo, se forjó una representación exacerbada de la tensión entre el sentimiento amoroso y las obligaciones matrimoniales en tanto que tema central de la literatura romántica desde el si-glo XII (Rougemont, 1982). Por el otro lado, paradójicamente, desde el siglo XIX y a lo largo de todo el siglo XX, se impuso la prescriptiva de una conyugalidad organizada en torno al senti-miento amoroso. Analizaremos progresivamente las consecuencias de esa nor-mativa, pero a un primer nivel de reflexión es importante re-conocer las modalidades propiamente institucionalizadas de la incondicionalidad conyugal. Prescrita por la religión (“hasta que la muerte los separe”), sólidamente encastrada en obliga-ciones legales (contrato matrimonial, herencias, durante mucho tiempo indisolubilidad del vínculo nupcial), se trató de una mo-dalidad particular y altamente institucionalizada de la incondi-cionalidad. La certidumbre objetiva era instituida colectivamen-te engendrando, más allá de los sentimientos (o más allá de la muerte de los sentimientos), una forma inequívoca de incondi-cionalidad. Si como lo atestan tantas novelas la incondicionali-dad conyugal institucionalizada pudo engendrar (y engendró) grandes odios, ello no impide reconocer, incluso en estos casos, la fuerza de esta modalidad de incondicionalidad “amorosa”.
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Ante eso, el análisis de la incondicionalidad amorosa conyugal como una mera trampa patriarcal sesga la realidad. Detrás del amor incondicional conyugal (en los hechos ampliamente orga-nizado según la crítica feminista en torno a la abnegación feme-nina) se manifestó la anestesia que el orden patriarcal reque-ría para dominar a las mujeres (Millet, 1971; Dayan-Herzbrun, 1982). La oblación amorosa femenina sería la fuente de la ener-gía y del poder social que las mujeres transmiten continuamen-te a los hombres y que hace posible la dominación masculina (Firestone, 1972, p. 127). Esta interpretación no sólo descuida las modalidades institucionales propiamente masculinas de la incondicionalidad (comenzando por la prescripción tradicional del hombre como “proveedor de recursos” para el hogar), sino que oblitera la presencia y exigencia de la incondicionalidad en muchas otras experiencias amorosas.A pesar del éxito que ha tenido la fórmula del “amor líquido” (Bauman, 2003), en los hechos tanto la ley como los sentimien-tos, una y otros entretejidos en un conjunto de obligaciones in-teriorizadas, aseguran la incondicionalidad ordinaria del amor conyugal. Una sola ilustración permite deslindar con las versio-nes más frívolas (y falsas) de la época contemporánea: en caso de grave enfermedad de un cónyuge y a fortiori aún más tra-tándose de enfermedades irreversibles o mortales, la principal actitud del cónyuge sano suele ser la asunción incondicional de sus obligaciones de cuidado.
2.2 La incondicionalidad y el amor romántico Una parte sustancial del imaginario moderno del amor con-trapuso a las versiones institucionalizadas de la conyugalidad (alianzas entre grupos, intereses) la versión del amor romántico propiamente dicha. No está de más recordar la constante estruc-tura narrativa de este relato desde el siglo XII: el amor entre dos personas es tanto más incondicional –y trágico– que el mundo se opone a sus designios (Rougemont, 1982). Si el adulterio
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fue en sus inicios uno de los grandes recursos literarios de esa versión del amor-incondicional (piénsese en Lancelot y la rei-na Ginebra; a su manera Tristán e Isolda), esta figura está lejos de ser la única variante como lo muestra “Romeo y Julieta”. Lo realmente importante fue la construcción de la narrativa de una incondicionalidad subjetiva tanto más decidida que todo tiende a separar a los amantes o prohibir su unión. Sin embargo, en el relato romántico, incluso en la era medieval, la incondicionalidad nunca fue sólo subjetiva. En muchas situa-ciones, la relación “amorosa” entre un caballero y una dama (en varias ocasiones la esposa de su Señor) sólo fue virtual. Por esto ha podido decirse que se trató muchas veces de una relación en-tre dos hombres, sobre la espalda de una mujer; la incondicio-nalidad del vínculo de vasallaje fue transmutado en amor corte-sano (Duby, 2002).Pero volvamos a la estructura narrativa del amor romántico. Lo esencial fue la construcción (incluso puede decirse la invenci-ón) de la oposición entre el amor-amante y el amor-conyugal institucionalizado. El primero reposaría sobre una incondi-cionalidad subjetiva libremente asumida, aunque trágica; el segundo requeriría y se asentaría sobre obligaciones institu-cionalizadas tarde o temprano independientes del sentimiento amoroso. Tal vez pocas veces esa tensión ha sido mejor enun-ciada que por Durkheim (1921), quien fue favorable a la libre elección del cónyuge, pero opuesto al divorcio: al casarse, los individuos se volvían “funcionarios de la humanidad” y debían honorar de por vida sus obligaciones familiares. Notemos, sin embargo, que si el fundamento de la incondicionalidad es ra-dicalmente distinto según se trate del amor-romántico (libre compromiso) o del amor-conyugal institucionalizado, en am-bos casos es cuestión in fine de incondicionalidad. La figura de Penélope, que espera fielmente Ulises durante 20 años, se encuentra en la articulación de ambas modalidades de incon-dicionalidad.
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Desde su formulación inicial, la incondicionalidad fue un verda-dero rompecabezas para el relato del amor romántico. ¿Cómo dar cuenta de su perdurabilidad? Las fórmulas empleadas para hacer plausible su duración han sido diversas. A veces se recur-rió al enigma de “la unión de los cuerpos y de las almas”; otras, a la figura del “flechazo” de Cupido. En la mayoría de los casos se buscó simplemente escamotear el problema de la durabilidad del amor: si el amor romántico fue tantas veces trágico (Rouge-mont, 1982), ello se debió a una sabiduría narrativa que permi-tió eludir la espinosa cuestión de la duración del amor. Incluso las películas de Hollywood durante una buena parte del siglo XX tuvieron la sabiduría de concluirse en el momento mismo del beso “final” de los amantes: el The End de la película permitía eludir así la cuestión de la durabilidad e incondicionalidad futu-ra de los amantes (Beck; Beck-Gernsheim, 1995).O sea, el relato romántico construyó un imaginario particular –trágico– de la incondicionalidad. Los amantes se amaban incon-dicionalmente contra los obstáculos del mundo. La pasión (des-de el siglo XII), a través de distintos travestidos históricos, no fue sino la señal y la prueba fehaciente, por los hechos y contra ellos, de una incondicionalidad amorosa. Si esa narrativa y prescripti-va amorosa fue dominante durante siglos, en las últimas déca-das progresivamente se desarrolla un nuevo imaginario literario del amor conyugal que aborda desde los cuidados cotidianos la incondicionalidad amorosa (Barrère; Martuccelli, 2009).En América Latina el amor romántico no estuvo del todo ausente en las representaciones, pero la dimensión socialmente trans-gresiva de los amantes ha tenido, todo bien medido, un tono me-nor. En la novela “María”, del colombiano Jorge Isaacs, una de las más exitosas ficciones de amor de la región publicada en 1867, la tragedia es producida por la muerte de la heroína, no por la imposibilidad del amor entre los amantes. En la novela “Martin Rivas” (1862), de Blest Gana, o en “Herencia” (1895), de Clorin-da Matto de Turner, la aparente “mala” elección (por amor) del
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cónyuge se revela con el tiempo una buena “inversión” matrimo-nial. También en los folletines de comienzos del siglo XX, como lo ha analizado Beatriz Sarlo (2000), el amor fue prudente: la felicidad conyugal fue sistemáticamente presentada como una declinación del conformismo social; era aceptando su condición social como los personajes obtenían un amor razonable. Déca-das después, un dispositivo similar se hizo patente en muchas telenovelas: si la “Cenicienta” (varias veces la empleada domés-tica) se casaba con el “Príncipe”, ello por lo general se debía a su origen inicial escondido, una verdad que la intriga ficcional paso a paso revelaba. El amor fue así menos una tragedia, que un melodrama del reconocimiento (Martin-Barbero, 2002). Lo que nos interesa subrayar con ese conjunto de evocaciones no es la “ausencia” de grandes historias de amor en la ficción latinoame-ricana, sino la forja de una visión distintiva de la incondicionali-dad, menos trágica, pero tal vez más consistente. Probablemente
nunca este imaginario de la incondicionalidad ha sido mejor re-presentado que en la novela de García Márquez, “El amor en los tiempos del cólera” (1985): el relato de una interminable espera amorosa –incondicional, no posesiva y comprensiva– que se ex-tiende durante varias décadas antes de poder concretizarse.
2.3. La incondicionalidad y la pasión eróticaSi dejamos de lado los juicios morales o la compleja cuestión de la perversión, la misma pasión erótica puede entenderse como otra manifestación del amor-como-incondicionalidad. La inten-sidad del deseo trasciende la mera cuestión de la exclusividad sexual. La pasión exige la posesión y/o la entrega, busca la fusi-ón y sobre todo formas extremas de incondicionalidad.En el marco de las sociedades modernas occidentales, esta di-mensión de la incondicionalidad nunca ha sido mejor explorada que a través del imaginario del sadomasoquismo o en los jue-gos BDSM (bondage, disciplina, dominación, sumisión, sado-masoquismo). Ciertamente, las versiones iniciales dadas por el
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Marqués de Sade en el siglo XVIII e inicios del siglo XIX (con su insistencia utilitarista en el placer y la arbitrariedad radical) es-tán desprovistas de todo horizonte de incondicionalidad. Pero lo que la literatura posterior exploró y tantos relatos sadoma-soquistas de dependencia señalan (entre “amo”/”ama” y “escla-vos”) es la forja de relaciones particulares de incondicionalidad bajo la forma a veces extrema de imbricación erótica. Estas re-laciones son construidas desde el imaginario de la “entrega” o la “posesión” consentidas (o sea, sin necesariamente suponer la renuncia de la libertad personal), otras veces desde construccio-nes asimétricas de poder y “sumisión” menos voluntarias o per-vertidas (como en la novela “Historia de O”, publicada en 1954), o a través de relaciones “pedagógicas” sexuales (en relaciones que van de las menos intensas –“vainilla”– hasta las más endu-recidas). Pero en varios de estos casos lo que está realmente en juego es una forma particular de incondicionalidad relacional. El éxito planetario de la novela “50 sombras de Grey” (2011) atesta de las maneras como, desde este imaginario sexual particular y sus códigos, ha sido posible recrear una modalidad contemporá-nea de la incondicionalidad amorosa. En su análisis de la novela como manual de autoayuda, Eva Illouz (2014) pasa al costado de esta dimensión: detrás de los juegos sadomasoquistas (relativa-mente soft) narrados en la novela lo que está en cuestión es el problema de la incondicionalidad, el consentimiento y la pasión en una sociedad de individuos. O sea, como toda una literatura de folletines de amor lo exploró desde 1990, la necesidad de recomponer el principio del “obs-táculo” propia al amor romántico en sociedades tan permisivas hacia el amor (al punto que ha podido decirse con razón que el amor es la “verdadera religión de los tiempos modernos”, Beck y Beck-Gernsheim, 1995; Martuccelli, 2016). Resultado: los es-collos no son más descritos como externos a los amantes, sino recreados como una serie de bloqueos psíquicos interiorizados por los personajes de los que, justamente, la promesa del amor incondicional permite liberarse (Péquignot, 1991).
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Notemos que en la variante pasional del amor-como-incondicio-nalidad el horizonte es menos la exclusividad que la intensidad relacional. Por importante que sea, la cuestión de la frontera en-tre la sumisión y la libertad escamotea o en todo caso sesga esta realidad primordial. En esas expresiones de la incondicionali-dad, detrás del tema de la libertad de cada amante (considerar el juego sexual como un paréntesis temporario y circunscrito en una relación, o aceptar la contaminación progresiva de toda la relación desde esta modalidad de sexualidad) lo que está en jue-go es una forma distintiva de la incondicionalidad en tanto que intensidad.Ciertamente, el tipo de incondicionalidad que se persigue en esas relaciones está en las antípodas de lo que plantea el amor romántico o cortesano, y aún más el amor confluyente (a pesar del elogio que este modelo hace de la “plasticidad sexual” –Gid-dens, 1992). La incondicionalidad que se busca en ese caso es más bien una variante del individualismo posesivo. Con un be-mol: la posesividad, vía la intensidad, prima por sobre la exclu-sividad. Analizado desde el tipo ideal del amor-como-incondicionalidad, la idea de una franca frontera entre amores no-posesivos y re-almente incondicionales como los parentales o filiales (¿cómo puede caracterizarse como “no posesivo” este tipo de amor?) y amores pasionales, altamente posesivos, intensos pero efíme-ros, incluso autodestructivos, y por ende no incondicionales se tambalea. La temporalidad futura (o sea el problema de la per-manencia de la relación) no es el buen termómetro del tipo de incondicionalidad que se persigue en esa (y otras) manifestacio-nes amorosas. La exclusividad y la duración se subordinan (sin ser necesariamente antitéticas) a la cuestión de la intensidad. Es ahí donde reside la incondicionalidad perseguida.
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2.4. La incondicionalidad y el problema de la exclusividad Ahora bien, la incondicionalidad amorosa, ¿puede realmente no ser exclusiva? En la caracterización general del tipo ideal ya hemos rápidamente evocado ese aspecto, pero es necesario ser más explícitos y diferenciar entre diversos casos de figura y es-collos. En los casos que analizaremos a continuación es patente que el tipo ideal, como herramienta de análisis, no tiene por vo-cación establecer juicios normativos, sino permitir la diferencia-ción entre situaciones en función justamente de distintas moda-lidades de incondicionalidad.[a.] En primer lugar, el erotismo nunca dejó de conspirar con-tra el imaginario de la incondicionalidad conyugal (“hasta que la muerte los separe”). Sin embargo, todo bien analizado, el erotis-mo en sus posibles atracciones sucesivas sólo cuestionó una de las traducciones institucionales de la incondicionalidad, aquella que tomó justamente la forma de la exclusividad conyugal afec-tiva y sexual. La tensión, leída desde esos postulados, se volvió una aporía, y en el Occidente moderno, con mayor fuerza que en otras civili-zaciones o periodos, bajo claro influjo de una cierta sexofobia de origen cristiano, se instituyó una durable separación entre la necesaria y errante libertad erótica y la sedentaria y exclusiva obligación conyugal. En las últimas décadas, en mucho bajo el influjo tanto de una oferta mercantil como de los nuevos postulados ético-relaciona-les del feminismo o del individualismo, las sociedades modernas redescubren (moderadamente) las prescriptivas eróticas de la Grecia antigua (Dupont, 2013; Foucault, 1984) o del hinduismo. Aquello que durante siglos fue sancionado como un pecado (el placer sexual dentro del matrimonio) se ha convertido en la gran prescriptiva de la erótica conyugal contemporánea. El placer se-xual libremente consentido y explorado por los cónyuges, den-
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tro del matrimonio, se ha vuelto el eje de una nueva normativi-dad erótica de lo que atesta la explosión comercial de la lencería y los sextoys, pero también una pronunciada erotización de la
cultura mainstream (McNair, 2002).El erotismo no es más considerado como el enemigo mortal de la incondicionalidad conyugal; los amantes deben por el con-trario encontrar las maneras (con o sin el sostén de terapistas sexuales) de mantener “viva” la llama erótica. Sigilosamente, la cuestión de la permanencia del deseo erótico prima por sobre la temática de la exclusividad sexual del partenaire. [b.] Asociada a la duración, más que a la exclusividad, el tipo ideal del amor-como-incondicionalidad invita a reconsiderar las relaciones extraconyugales. La diversidad de las situaciones es demasiada grande para abordarla en este artículo, pero las rela-ciones adúlteras nunca pudieron deshacerse realmente (no más que otras manifestaciones del amor) del tema de la incondicio-nalidad. La cuestión de la errancia sexual masculina es independiente del tema del amor como lo atestigua, entre otros casos, la “conquis-ta” de mujeres en tierras americanas por portugueses o españo-les (Mörner, 1969), pero también siglos después el nomadismo sexual masculino entre los sectores populares en parte inducido por la ruptura de las solidaridades comunitarias y por condicio-nes laborales específicas (Salazar, 2006; Montecino, 1993). Sin embargo, en varios otros tipos de relaciones extraconyugales se pueden rastrear manifestaciones (y búsquedas) del amor--como-incondicionalidad.En la corte, en Francia, durante algunos siglos, no sólo la hono-rabilidad de la mujer no se veía empañada por la vida amorosa o sexual independiente de su cónyuge, sino que las mismas muje-res (de la nobleza) podían permitirse desarrollar una vida sexu-al y afectiva ajena a su condición marital. La incondicionalidad
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no fue de índole afectiva o sexual, sino estatutaria. La perma-nencia asegurada para ambos cónyuges era de tipo institucio-nal: el vínculo marital (y la articulación de alianzas e intereses económicos que esto entrañaba) fue así puesto al abrigo de los devaneos del erotismo.Ciertamente, nunca se trató de una incondicionalidad propia-mente amorosa, aunque es posible que formas de amistad o de complicidad específicas se hallan desarrollado entre los cónyu-ges más allá de la cuestión de la exclusividad sexual (“La novela de Genji” que ya hemos mencionado abunda en ilustraciones de este tipo). En las sociedades modernas ese tipo de incondicionalidad fue ha-bitualmente denunciada desde la crítica artista como una expresi-ón de la hipocresía burguesa. La normatividad conyugal burguesa (la protección de la honorabilidad y el patrimonio, a veces la im-posibilidad de las desuniones) obligaba a los amantes-cónyuges a llevar, en el caso de adulterios, “doble vida”. Si el lenguaje social se cargó de juicios morales (pecado, adulterio, infidelidad, insince-ridad, mentira), la gramática literaria vino en ayuda de los aman-tes-adúlteros en nombre de la autenticidad de sus sentimientos. Esta es la moralidad subyacente a los amores adúlteros de Emma Bovary o Ana Karenina y de sus búsquedas frustradas de una in-condicionalidad amorosa que sólo parecía poder darse fuera de la unión matrimonial o con un destino trágico. [c.] La situación que venimos de señalar parece reforzar, en medio de evidentes factores y asimetrías patriarcales, el conflicto inevi-table entre la incondicionalidad institucionalizada de las obliga-ciones conyugales y las errancias del deseo erótico entre amantes.En ese marco toma forma una tensión especifica entre la incondi-cionalidad y la arbitrariedad, tal vez nunca tan extrema como en la representación del patriarca polígamo, amo y señor de tierras, mujeres, niños, esclavos. Gilberto Freyre (2013; 2016) ha dado
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una visión particular y polémica, altamente racializada, de ese entrelazado de relaciones. Reconociendo la evidente violencia presente en esas relaciones, exploró lo que generaba el arbitrario poder patriarcal, hacendario y polígamo (sadomasoquismo; mal-tratos de la esposa legitima hacia las concubinas, cf. Aidoo, 2018). O sea, si un rasgo caracteriza a este tipo de poligamia patriarcal es la ausencia de todo lazo de incondicionalidad entre el patrón y sus diversas concubinas. Aquí reside el núcleo de la violencia sufrida y la razón de la omnipresencia de la denuncia de abusos y vio-laciones presente por ejemplo en la literatura indigenista latino-americana. Lo que desdice la incondicionalidad no es empero la exclusividad o no de los lazos; sino el hecho que la fortuna (y por lo general el infortunio) de las amantes repose exclusivamente sobre el poder arbitrario del patrón. Es probable que en algunos casos antiguas concubinas hayan terminado siendo mejor trata-das, asociadas al trabajo dentro de la Casa Grande o la hacienda, pero ello era potestad exclusiva del hacendado. Caso extremo que muestra hasta qué punto toda idea de amor es imposible en au-sencia de algún tipo de incondicionalidad.Ese tipo de poligamia patriarcal se diferencia por eso de otras mo-dalidades de poligamia, inscritas y reguladas desde la tradición. Obviamente, es innecesario decirlo, se trata de prácticas enmar-cadas por una evidente dominación masculina que genera una serie de tensiones, celos, humillaciones y rivalidades entre las distintas mujeres. Sin embargo, como la literatura etnológica lo muestra, esto no impide, sin menoscabo de las relaciones de po-der patriarcales, la gestación de sentimientos y de cuidados entre las diferentes mujeres, cada cual con su jerarquía respectiva (la “primera”, la “favorita”, etc.). La incondicionalidad institucionali-zada se desliga de la incondicionalidad afectiva: la(s) unión(es) reposa(n) sobre un conjunto de obligaciones institucionalizadas del hombre polígamo hacia sus diferentes mujeres e hijos.Aún más que en los casos anteriores estamos muy lejos de toda incondicionalidad amorosa subjetiva, pero todo bien analizado
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el problema es de grado y no de naturaleza. Detrás de esa di-versidad de modalidades subyace la misma necesidad de ins-titucionalizar la incondicionalidad de los vínculos “amorosos” conyugales. [d.] En su dimensión propiamente afectiva los celos son irre-ductibles a la mera inseguridad, y esta a su vez insoluble en la incondicionalidad amorosa. Sin embargo, sin menoscabo de es-tas dimensiones es posible pensar que los celos tienen una ge-ografía específica: su presencia en la literatura o en los relatos biográficos varía según las sociedades –más activos en la socie-dad chilena, por ejemplo, que en la francesa (Martuccelli, 2006; Araujo; Martuccelli, 2012).Si nos circunscribimos al caso latinoamericano, es posible for-mular la hipótesis que el vigor de los celos (repitámoslo: más allá de consideraciones emocionales) refleja la vulnerabilidad de las posiciones sociales. En verdad, una manifestación de la tensión entre sociedades culturalmente modernas en las cua-les los individuos tienen por un lado cada vez más anhelos de autonomía e independencia, y, por el otro, la conciencia de la insuficiencia de los soportes para lograrlos. Existe en este senti-do –aún por escribirse– una historia social de los celos, diversa según sea cuestión de la errancia sexual masculina en los siglos anteriores (de lo que atesta el importante número de hijos “ile-gítimos” en la región desde la conquista) o de las aspiraciones de frágil autonomía propias a las sociedades contemporáneas. Es en ese punto que la cuestión de los celos cruza el problema de la incondicionalidad. La idea no es descabellada. Muchos aman-tes han buscado a lo largo de la historia (o de las ficciones) insti-tuir pactos de incondicionalidad conyugal que, si nunca extirpan del todo los celos, logran en parte neutralizarlos. Lo esencial: la seguridad amorosa exige algún tipo de incondicionalidad. Esta puede ser como ya lo hemos analizado de tipo institucional (el matrimonio), pero también puede tomar la forma de un pacto
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(un juramento) entre los amantes. Este fue el acuerdo sellado, por ejemplo, entre Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre en la década de 1930: la seguridad de su incondicionalidad recípro-ca les permitió una serie de licencias sexuales. Este es el tipo de acuerdo de incondicionalidad que el escritor Philippe Sollers suscribió con una de sus amantes: todos los años, el mismo día, se encuentran en Venecia.La institución de esa modalidad de incondicionalidad nunca está exenta de vaudevilles. El lazo Sartre-Beauvoir y la profusión de sus amantes respectivos, siempre claramente jerarquizados y subalternos a su propia relación, se asemeja mucho a la vida sexual-amorosa de los monarcas en siglos anteriores (o a una variante temprana del poliamor). Con un bemol: el pacto entre ellos se basó en una modalidad de incondicionalidad que defi-nieron como “auténtico” en contra del orden burgués y sus hipo-cresías. Un pacto que no impidió los juicios, ni entre ellos, ni ha-cia sus amantes respectivos, como lo hace Simone de Beauvoir, en “La ceremonia del adiós” (1981), al escribir acerca de las úl-timas relaciones de Sartre, ya viejo y enfermo, que sus amantes eran cada vez menos interesantes y más interesadas…Analizar el amor desde la pluralidad de sus manifestaciones de incondicionalidad invita a renovar las lecturas de las relaciones adúlteras. Si la cuestión del poder patriarcal fue durante siglos manifiesto y bien subrayado, la economía subjetiva de la infideli-dad se revela más compleja leída desde el horizonte de la incon-dicionalidad y la diversidad de sus declinaciones. La esposa era sin duda en su vejación sentimental y social la víctima del poder patriarcal; pero ello no le quitaba el usufructo incondicional de una serie de protecciones institucionales y estatutarias. Una for-ma de “incondicionalidad” sostenida tanto por mecanismos jurí-dicos como por controles sociales informales. Ciertamente, esas modalidades de incondicionalidad tenían muy poco que ver con el sentimiento amoroso, pero no fueron menos por ello formas efectivas de incondicionalidad conyugal institucionalizada.
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Por ello la verdadera figura de alteridad al amor-como-incondi-cionalidad se encuentra en la inconstancia serial de las conquis-tas o aventuras sexuales. Don Juan, el Guapo o el machismo en sus declinaciones masculinas; la Coqueta, la Frívola o la Femme fatale en sus manifestaciones femeninas. En los dos casos, más allá de la pasión momentánea que esas figuras pueden producir, la ausencia de todo horizonte de incondicionalidad afectiva las convierte en figuras opuestas al tipo ideal del amor. Son “aventu-ras”, o sea, paréntesis dentro de una trayectoria.[e.] También es a través de la incondicionalidad como desde el poliamor se piensa la cuestión de los celos. Probablemente exis-te al respecto una cierta ingenuidad poliamorosa. Aunque no se lo afirme abiertamente, el poliamor se declina infinitamente me-jor en la clave del amor confluyente de baja intensidad que en el registro del amor-pasión. Pero dicho esto, lo que nos interesa subrayar es que el proyecto del poliamor reposa in fine en una modalidad de incondicionalidad amorosa que busca construirse más allá de la exclusividad erótica. En esto, a su manera, se re-conceptualiza una de las grandes características de la amistad y del amor homosexual masculino, los que durante mucho tiempo se estructuraron enfrentando los celos, pero rechazando la ex-clusividad sexual (Eribon, 1999), antes que una concepción más monogámica tienda a imponerse. Pero lo esencial se jugó otra vez a nivel de la incondicionalidad: ¿cómo olvidar que los espar-tanos iban al combate con sus respectivas parejas masculinas con el fin de mejor defenderse en el combate? Aunque tienda a presentarse y publicitarse como una novedad, el poliamor no es por eso sino un aggiornamento de muy vie-jas manifestaciones de la incondicionalidad amorosa. Al fin de cuentas, la cuestión de la amante (el género es importante) se pensó tradicionalmente más desde consideraciones estatuta-rias que afectivas. Su sufrimiento se derivó de su no-recono-cimiento social y de su situación de marginalidad familiar. Sin embargo, en las relaciones extraconyugales durables, esto no
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impidió en muchos casos, a través de modalidades específi-cas, la expresión de varias formas de incondicionalidad (hijos, transferencia de patrimonio, sostén material). Los juicios nor-mativos no deben impedir el análisis sociológico de los tipos de incondicionalidad que se tejieron en las relaciones extraconyu-gales largas, en medio de consentimientos y dolores, humilla-ciones y felicidades (para un análisis sutil de esta realidad, cf. Garcia, 2016). La asimetría de poder entre los géneros era (y en mucho sigue siendo) evidente, pero, incluso dentro de este marco, el cónyuge adúltero tenía que dar gajes de la incondi-cionalidad de su vínculo (como tantos textos literarios lo rela-tan, varios hombres hacen o toleran cosas de sus amantes que no admiten de sus esposas). Al respecto un cambio de época se advierte: para un número creciente de mujeres en ciertas so-ciedades, al amparo de una mayor independencia económica, las situaciones durables extraconyugales tienden a ser desesti-madas por razones estatutarias, pero también por los sinsabo-res cotidianos engendrados por la ausencia física del amante (Kaufmann, 1999).La ética del poliamor se inscribe y a la vez intenta subvertir ese tipo de relaciones. En contra de los silencios de la hipocresía burguesa o las exigencias de la exclusividad sexual, intenta re-componer la incondicionalidad amorosa desde y a través de la sinceridad consentida entre diversos amantes. La incondiciona-lidad estaría garantizada por la transparencia. Es el gran punto de pregnancia de la ética del poliamor (Veaux; Rickert, 2014): todos deben estar al corriente de todo, todos deben (no sin ten-siones, dolores, conflictos, celos) consentir, todos participan “sin jerarquías” en una misma red afectiva. Como en toda prescrip-tiva amorosa, el poliamor ha construido su propio mito, algo que los testimonios no han tardado en desmontar señalando la ilusión de un poliamor respetuoso, sin tensiones, gracias a una perfecta reciprocidad y equidad sentimental (Vasallo, 2018), en medio de una red afectiva sin jerarquías. En los hechos este im-
perativo de igualdad está lejos de concretizarse.
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Tanto más que los celos no son únicos, ni principalmente sexuales (los celos hacia la sobre-implicación profesional del cónyuge son mucho más frecuentes e insidiosos, cf. Singly, 2002). Lo que irrita en esos casos no es la pérdida de exclusividad e incluso de prioridad, sino la posible puesta en cuestión de la incondiciona-lidad. Lo que no es lo mismo y no da igual.¿Qué resultado extraer de ese conjunto dispar de consideraciones? Que la incondicionalidad amorosa no es soluble en la temática o el imperativo de la exclusividad.
2.5. La incondicionalidad y el amor parentalLo desarrollado hasta aquí invita a cuestionar la supuesta dife-
rencia radical, a causa en mucho de la sexualidad, entre el amor parental o filial y el amor conyugal o erótico. La verdadera in-condicionalidad sólo existiría a nivel del amor parento-filial: una opinión refrendada en varias encuestas (Ceberio; Ungaretti; Agostinelli, 2020). De entrada, a propósito de la incondicionalidad lo que hemos señalado acerca de Durkheim y el matrimonio (partidario de la libertad de elección del cónyuge, pero opuesto al divorcio) se revela con aún más fuerza tratándose del amor parental. Cual-quiera que sea el anhelo de los individuos y sus convicciones en lo que respecta a la solidez de sus sentimientos, el compromiso parento-filial está enmarcado y garantizado por obligaciones le-gales institucionalizadas.Más allá de las evoluciones registradas (divorcios, separaciones, fa-milias recompuestas, diversidad de uniones) la preocupación por la imprescriptibilidad e incondicionalidad del lazo parento-filial es muy visible a nivel de la ley. Ciertamente, esta obligación se basa en la existencia de un sentimiento amoroso recíproco e indestructible entre padres e hijos (una representación que durante siglos estruc-turó el denominado instinto materno). Sin embargo, cualquiera que
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sea la veracidad de ese sentimiento, la ley organiza precisa y coac-tivamente la incondicionalidad de las obligaciones parento-filiales. Es así como, por ejemplo, el lazo de filiación sanguíneo (con matices y variantes según los países) goza de un privilegio, en parte por ra-zones de incondicionalidad, sobre otras modalidades de filiación o adopción electivas. Y en los casos de parentalidad recompuesta, la ley busca progresivamente en varios países garantizar la incondi-cionalidad del vínculo de las madrastras y padrastros con las hijas e hijos fruto de uniones precedentes de sus cónyuges, instituyendo la continuidad del lazo parento-filial recompuesto independiente-mente de la fortuna o infortunio de la conyugalidad recompuesta (Théry; Leroyer, 2014). Sin embargo, por el momento tanto en el derecho como en los hechos los lazos parento-filiales sanguíneos son considerados como más incondicionales –o sea más inmunes a las rupturas o los conflictos– que los lazos parento-filiales recom-puestos (Cadolle, 2000; Martuccelli, 2007).En todo caso, a pesar de la importancia de las medidas institucio-nalizadas, la incondicionalidad parento-filial es menos “sólida” de lo que muchas veces se sobreentiende. Ya hemos hecho referencia a la realidad de hijos abandonados o ilegítimos, pero a ello hay que añadirle el importante número de personas que no pagan las pensiones alimenticias en caso de separación (más allá de los ar-gumentos avanzados, un tercio de las pensiones alimentarias no fueron pagadas en Francia en el 2020). O sea, a pesar de la fuerza de tantas representaciones colectivas, existe un número signifi-cativo de amores parento-filiales supuestamente incondicionales que se revelan ante la prueba de los hechos mortales y condicio-nales. El terror parental a la ingratitud o el odio de los hijos/hijas es una constante literaria desde “El Rey Lear”, de Shakespeare, y un tema muy presente en las novelas de Balzac o Mauriac (piénse-se de este último por ejemplo “Nido de víboras”).La conclusión cae de suyo: la supuesta incondicionalidad del amor parental no sólo no se verifica forzosamente en los hechos, sino que hoy como ayer no es nunca un sentimiento simplemen-
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te “libre” y “electivo”. La incondicionalidad del amor parental, aún más que el amor conyugal, está firmemente encorsetado por la ley. Una forma de seguridad jurídica que muchas veces poco tiene que ver con la supuesta incondicionalidad “instinti-va” de los sentimientos amorosos parentales subjetivos.¿Exagerado? Si la ley hoy en día permite el divorcio (o sea, la legítima puesta en cuestión de la incondicionalidad del amor entre cónyuges), el “divorcio” con los hijos no está contemplado en la ley. No es anecdótico: si el deseo de una vida más autónoma, más recentrada sobre ellas mismas, menos sacrificial, incluso el anhelo –tan difícil de reconocer o enunciar– de un sinsabor maternal está presente en varias mujeres (Martuccelli, 2006), estos sentimientos no tienen, hoy por hoy, ningún tipo de canalización institucional (Chollet, 2018). Lo que venimos de afirmar acerca de la incondicionalidad del amor parental también se verifica en otras relaciones familia-res, consanguíneas o por alianza. En América Latina la incondi-cionalidad es así por ejemplo puesta a prueba, con frecuencia, por tantas dificultades económicas o de salud, pero también lo ha sido desde el siglo XIX a nivel de la vida política. La regla: las oposiciones ideológicas a veces muy álgidas entre liberales y conservadores decimonónicos tenían que subordinarse a las obligaciones familiares. Esto da cuenta, todo bien medido, de las protecciones intra-elitarias entre familiares; esto da cuenta tam-bién de la excepcionalidad de las experiencias dictatoriales de la década de 1970 en las cuales la exacerbación de los enconos ideológicos hizo que, en los hechos, ciertos familiares dejaran de asistirse entre sí en un contexto de persecución. En sentido inverso, por supuesto, la movilización de los familiares (primero las Madres, luego Abuelas o Hermano/as de detenidos-desapa-recidos) fue la expresión de una incondicionalidad familiar.No son experiencias aisladas. Desde otras bases, eso es lo que está en el corazón de la tragedia griega “Antígona”. O sea, la in-
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condicionalidad de los lazos familiares es uno de los grandes desafíos a los que se ven sometidos los sistemas universales de normas y leyes: en muy diversas culturas, sociedades y perio-dos, el “familialismo amoral” testimonia cómo los individuos en los hechos se muestran más inclinados a respetar la incondicio-nalidad de sus obligaciones familiares que las leyes (Banfield, 1958). El amor parento-filial, aún más que la conyugalidad, también permite avizorar dimensiones sombrías de la incondicionalidad: el vigor del vínculo no protege de perversiones o sufrimientos, como lo atestó la antipsiquiatría hace décadas (Cooper, 1998) o lo muestra, todos los días, el trabajo de tantos terapeutas. El ide-al de la incondicionalidad amorosa no está más allá de lo normal y lo patológico.
2.6. La incondicionalidad y la amistadDesde la teorización de la amistad como ágape, su vínculo con el amor no ha dejado de ser objeto de reflexión. ¿Dónde y cómo trazar la frontera entre ambos sentimientos? Muchas veces, el erotismo –no consumado– hace oficio de frontera; pero como tantos amores-amistades lo indican se trata de una frontera bas-tante porosa. Repensar la amistad como una variante del tipo ideal del amor--como-incondicionalidad invita a acentuar otras característi-cas. En toda verdadera experiencia amical la incondicionalidad es un requisito indispensable, pero esta incondicionalidad se modula desde un registro particular. O sea, lo esencial no se juega a nivel de la incondicionalidad –siempre presente en toda relación atravesada por el amor–, sino en la especificidad de sus manifestaciones. En este sentido, no es posible limitar la incondicionalidad únicamente a los cuidades, sostenes o ayu-das que suelen prodigarse dentro de los perímetros familiares o conyugales.
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Aunque los individuos suelen definir a sus amigos como las personas “con las que se puede contar en caso de dificultad” o como aquellos “a quienes se puede contar todo”, la verdad está muy lejos de ambos asertos (Martuccelli, 2006; Araujo; Martuc-celli, 2012, tomo 2). Por un lado, porque en la estructura de las obligaciones propia a las relaciones sociales hoy en día, la fa-milia (nuclear, pero también ampliada), y no la amistad, es el primer soporte de los individuos en caso de dificultad –una re-alidad particularmente acuciante en América Latina. A lo más el soporte amical puede ser en ciertos casos movilizado de modo extraordinario; el recurso a las ayudas familiares es ordinario y frecuente. Por el otro lado, porque la confianza y la intimidad amicales están lejos de construirse sobre la transparencia: con-trariamente a lo que se afirma –o cree– los amigos “no se dicen todo” (algo que la película italiana “Perfectos desconocidos” y sus decenas de remakes en el mundo ilustró a cabalidad).La incondicionalidad amical es de otra índole. Ya en la adoles-cencia, el amigo es “aquél en quién se puede confiar”, a quién se puede contar secretos, pero es sobre todo aquél que goza de una genuina y tolerada posibilidad de crítica. El amigo adolescente es un crítico benevolente (Dubet; Martuccelli, 1998). Este rasgo se prolonga y renueva con el paso de los años: el pilar de la in-condicionalidad amical reposa en la garantía subjetiva que “pase lo que pase” su juicio será benevolente, porque sabrá tener en cuenta y sopesar la diversidad de nuestra personalidad o histo-ria. Esto es lo que subyace de cierto en la frase que los “amigos nunca nos abandonan”: los “verdaderos” amigos, incluso cuando desaprueban nuestras conductas, permanecen fieles en sus sen-timientos. Todo bien analizado, la incondicionalidad amical no es por eso menos firme que otras modalidades de la incondicionalidad amorosa; simplemente las expectativas subjetivas y las obliga-ciones institucionalizadas no son las mismas. La incondiciona-lidad se construye a través de la permanencia de la estima y la
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complicidad, puede también tomar la forma de una particular lealtad hacia una etapa de nuestra propia vida (los “amigos fósi-les” a los que nos unen sentimientos incondicionales forjados en etapas anteriores de nuestras existencias, cf. Pahl, 2000). Es este tipo de incondicionalidad la que debe revelarse, si la ocasión lo exige, indestructible más allá de lo que la persona haga. Lo que no implica ninguna suspensión del juicio; al contrario, el ami-go siempre es un crítico comprometido. Lo que sí exige, incluso en casos in extremis la amistad-como-incondicionalidad, es una forma de hermenéutica: “perdono, porque comprendo”, para re-tomar la expresión de Anatole France.La incondicionalidad de la amistad reposa, infinitamente más que el amor parento-filial o conyugal, sobre compromisos funda-mentalmente subjetivos. En los hechos está escasa o nulamente enmarcada por obligaciones legales; e incluso las obligaciones morales entre amigos (lealtad, traición) están subordinadas a la vigencia de los sentimientos. Señalemos de paso: la incondicionalidad que estructura las rela-ciones de amor también desborda el mero especismo humano. ¿Cómo no reconocer la incondicionalidad del amor hacia tan-tos animales de compañía, tantas veces presentados como un “miembro más de la familia”? Aquí también las modalidades son diversas, pero la incondicionalidad del lazo es la prueba de la fuerza de los sentimientos. Muchas personas en situación de calle desarrollan, por ejemplo, muy sólidos vínculos con su ani-mal de compañía y de vida. Una incondicionalidad afectiva que progresivamente la ley prolonga, instituyendo obligaciones e imponiendo límites y sanciones al maltrato animal. Una incon-dicionalidad afectiva que contrasta con la actitud de aquellos que, como es el caso en Francia, abandonan todos los años sus mascotas para poder partir “sin problemas” en vacaciones (versión inter-especies del abandono de hijos). Aquí también el tipo ideal de la incondicionalidad permite diferenciar entre las conductas.
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2.7. La incondicionalidad: el care y la caridadEn las últimas décadas, en parte al alero del feminismo, ha to-mado fuerza una nueva representación de la incondicionalidad amorosa en torno al care (Molinier et al., 2009). Amar es cuidar de alguien. La polisemia del término care permite así reconocer, mejor que muchos otros, lo que de común hilvana al amor pa-rental o filial con el amor conyugal o erótico. Las modalidades de este cuidado son muy diversas, pero en todos los casos el punto nodal reenvía a una forma particular de incondicionalidad que se construye más desde la certidumbre cotidiana de los cuida-dos y la garantía subjetiva de los apoyos que desde el reconoci-miento o las obligaciones estatutarias.El amor-care es una prueba cotidiana, diariamente renova-da, de una incondicionalidad relacional. Poco importa en el fondo la forma en la cual esta se expresa (la heteronormativi-dad monógama, el “doble estándar” o el poliamor), lo esencial son los cuidados que se prodigan entre sí las personas que se aman. Aunque varias teóricas del care tiendan a desvalorizar-lo o a no considerarlo a causa de una visión de los cuidados de tipo más bien interactivo (compromisos afectivos, don de tiempo, sostén), es posible interpretar la concepción tradi-cional del hombre como “proveedor de recursos” como una variante masculina de la incondicionalidad. En todo caso, la incondicionalidad amorosa es irreductible a los cuidados. Si estos son muchas veces la prueba de una incondicionalidad, no son nunca la única manifestación posible (y varias veces pueden incluso ser la expresión de conductas meramente ri-tualistas, cf. Merton, 1965). El amor-como-incondicionalidad también se manifiesta bajo formas más abstractas. Aunque a veces se deniegue o se cuestio-ne la dimensión amorosa de estos vínculos, desde el tipo ideal no existe razón para hacerlo. Una vez más, sólo estamos delan-te de otra manifestación de la incondicionalidad amorosa que
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en este caso abraza causas universales y abstractas (el amor de Dios o por la humanidad).Todo opone el care y la caridad en tanto que figuras de la in-condicionalidad amorosa. Si la primera se materializa en los cui-dados concretos prodigados, la caridad es una forma de amor general incondicional basada en una emoción que puede incluso disociarse de toda individualidad. En la tradición occidental su principal expresión es tanto el amor de Dios hacia la humanidad como el amor del creyente hacia Dios. Una forma de incondicio-nalidad que se expresa a través del amor hacia el prójimo. La caridad como amor-incondicional se materializa así en un con-junto de actos que apunta al bien de los otros; una actitud que es tanto la expresión de una libertad personal como de una obliga-ción moral. Muy activa en el cristianismo y aún más en el islam, la caridad privilegia a los pobres, a los olvidados, a los cuerpos sufrientes: una forma de amor entrelazada con una concepción particular de la vulnerabilidad humana (Martuccelli, 2017a). A través del amor incondicional hacia Dios se forja una postura que abrazando una forma de amor universal termina paradóji-camente por materializarse en manifestaciones de caridad alta-mente personalizadas que pueden incluso entrar en tensión con el ideal abstracto e imparcial de la justicia. La incondicionalidad de la caridad es independiente de las calidades de los que sufren.
2.8. La incondicionalidad y el amor a sí mismoTodas esas expresiones del amor pueden ser puestas en tensión por otra manifestación de la incondicionalidad amorosa, la fide-lidad a sí mismo. Incluso dejando de lado la cuestión del narci-sismo primario, el tema está lejos de ser una novedad y varios términos por lo general con un tinte negativo han dado cuenta de esta modalidad en el pasado: egoísmo, egolatría, egotismo, amor propio, amor de sí. Sin embargo, una novedad también se advierte en este registro: según una cierta prescriptiva amoro-
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sa contemporánea la incondicionalidad hacia sí mismo prima (o debe primar) por sobre la incondicionalidad hacia la persona amada o las figuras sacrificiales de sí. Las variantes de esa prescriptiva de la incondicionalidad son muy diversas. François de Singly (2000) ha analizado la manera como en muchas parejas esa nueva exigencia de incondicionali-dad desemboca en el ideal de permanecer “libres juntos”, en la necesidad de tener que armonizar proyectos, en la voluntad pre-servar un espacio personal dentro de una unión conyugal o una familia, en la necesidad de los padres de respetar los caminos personales elegidos por los hijos (Singly, 2006), en la cristali-zación del horizonte del divorcio cuando las evoluciones indi-viduales alejan a los amantes entre sí (Singly, 2011). En todos los casos, prima una prescriptiva amorosa organizada en torno a una incondicionalidad hacia sí mismo. Lo propio de esa modalidad de incondicionalidad es cuestionar la figura, implícitamente sacrificial del yo, propia al amor-fusión (Martuccelli, 1995, capítulo 1; Chaumier, 1999, 2004). El amor in-condicional hacia sí supone otras formas relacionales. El denomi-nado amor confluyente o terapéutico, pero también las relaciones de baja intensidad (o “frías”), es un buen ejemplo de lo anterior. Las modalidades amorosas analizadas (¿o prescritas?) bajo este marco por Giddens (1992) o Illouz (2007) se inscriben dentro del horizonte indisociablemente político y terapéutico de esta figura particular de la incondicionalidad: el blanco de sus críticas es el imaginario de la fusión amorosa y el relato del amor romántico como entrega absoluta de sí; el objetivo detrás del cuestionamien-to de las asimetrías de poder dentro de las parejas es la institu-ción de un horizonte de relaciones puras o de afecciones enfria-das, libremente asumido y subordinado a la incondicionalidad de cada amante hacia sí mismo. En esos trabajos, cuya validez ha sido cuestionada empíricamente (Jamieson, 1998), el ideal político de la igualdad dicta la estructura del amor conyugal y la relación a sí mismo prima sobre la relación con el otro.
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Sin embargo, es posible pensar que el cuestionamiento de las probablemente siempre inevitables asimetrías afectivo-relacio-nales entre cónyuges, en nombre de una visión ético-política igualitaria y del ideal de la incondicionalidad hacia sí mismo, se revela incapaz de dar cuenta de lo que la incondicionalidad amo-rosa supone, sino en términos de oblación de sí, por lo menos de obligación moral. Al patologizar toda relación afectiva asimé-trica o toda dependencia afectiva, el ideal del amor confluyen-te es un nuevo nombre para designar relaciones conyugales de baja intensidad (o en todo caso, marcadas por sentimientos bien temperados y cálculos bien consentidos). Se trata sin duda de una nueva representación del amor bajo la impronta del individualismo. Si en el pasado la incondicionali-dad amorosa se construyó en torno al otro (tanto en la narración trágica del amor romántico como en el amor materno), en esa nueva versión la incondicionalidad se construye en torno a la individualidad de cada cual. El film “La la land” (2016) fue una representación explícita de este nuevo imaginario de la incon-dicionalidad: puestos a elegir, los amantes –cada cual a su ma-nera– bifurcan en su trayectoria con el fin de permanecer fiel a sus proyectos personales. La separación deja de ser una tragedia romántica; es la prueba de una recíproca fidelidad –incondicio-nalidad– consigo mismo.Surge una ética amorosa que se construye más en torno a la au-tenticidad consigo mismo que en referencia a una sinceridad pública (Trilling, 1994). La distinción no es anodina. Si el polia-mor es una propuesta de restructuración del sentimiento amo-rosa desde la sinceridad, la incondicional fidelidad a sí mismo se apoya sobre exigencias de autenticidad.Sin embargo, si la representación del amor desde la incondicio-nalidad hacia sí mismo es muy novedosa bajo ciertos aspectos, esto no debe llevar a desconocer su presencia en otras épocas y bajo otras modalidades. Si la incondicionalidad actual consigo
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mismo se presenta como ampliamente laicizada, en los siglos an-teriores hubo manifestaciones análogas: como lo hemos señala-do a propósito de la caridad y como se dio en tantas otras vidas--testimonios de monjes o ermitaños. Detrás de lo que muchas veces sólo se percibió como un compromiso subjetivo incondi-cional hacia Dios, hubo un conjunto de soportes institucionali-zados (comenzando por los conventos). Detrás del “matrimonio con Dios” subyacía una forma extrema de incondicionalidad con la propia fe y diversos repertorios institucionales.Obviamente, secularizar el ideal de la incondicionalidad amoro-sa hacia sí mismo exacerba ciertas tensiones sociales. El conflicto entre la fidelidad a sí mismo y las obligaciones familiares engen-dra nuevas dificultades: si durante siglos se logró (bien que mal) canalizar y subordinar la incondicionalidad a las obligaciones conyugales, progresivamente la incondicionalidad y la fidelidad consigo mismo se convierten en una aspiración problemática y legítima en las sociedades contemporáneas (Singly, 2000).
3. Hacia una nueva ética de la incondicionalidad amorosaEl tipo ideal del amor como incondicionalidad permite trazar una frontera analítica entre distintas experiencias amorosas in-dependientemente de la naturaleza de las relaciones o del es-tatus de los partenaires. Lo que define al amor, en cualquiera de sus manifestaciones, es un principio de incondicionalidad. Lo que caracteriza a la ausencia del amor, en todas sus manifesta-ciones, es el quiebre de la incondicionalidad. La categorización del tipo ideal del amor como incondicionalidad desborda la división entre sentimientos e instituciones. Lo que revelan los análisis que hemos efectuado es que el amor, como fenómeno social, es tanto convicción subjetiva como compromi-so institucionalizado. Ciertamente, en algunos casos –piénsese en los relatos del amor romántico o el amor libre– esa dualidad
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fue contrapuesta, pero en los hechos las más de las veces lo que prima es una complementariedad, nunca desprovista de aspere-zas. Es esta articulación lo que permite aprehender el tipo ideal del amor incondicional a través de una serie de declinaciones en los amores parento-filiales, conyugales, adúlteros, las amistades o la caridad. Jamás realmente equidistante de ambas dimensio-nes (la subjetiva, la institucionalizada), la incondicionalidad del amor se construye en su confluencia y en las tensiones de su confluencia.Consecuencia: entre dos absolutos difíciles de lograr, se diseña el horizonte de posibilidad de una nueva ética amorosa basada en la incondicionalidad. Por un lado, la renovación de formas de incondicionalidad basadas en obligaciones institucionalizadas –un aspecto que, en las sociedades contemporáneas, contradice o matiza la creciente aspiración de los individuos por los vínculos electivos. Por el otro lado, el mantenimiento de una incondicio-nalidad esencialmente basada en las emociones, los compromi-sos subjetivos, la pasión –sentimientos y afectos que se revelan varias veces frágiles e inconstantes.La reconsideración analítica que hemos efectuado desemboca así en una cuestión normativa. ¿Cómo refundar en una sociedad en la cual tanto la(s) pareja(s) como la(s) familia(s) son crecien-temente evaluadas desde el tamiz de la singularidad personal (Martuccelli, 2010, 2017b) la consistencia de la incondicionali-dad amorosa? Empezando por reconocer que la incondicionali-dad amorosa no puede ser ni pura obligación jurídica, ni puro compromiso sentimental. La oposición entre estos dos términos sólo ha engendrado impases. El amor-como-incondicionalidad pasa por una ética distinta que puede asociarse con los casos de figura en los cuales los indivi-duos, como Ulises ante el canto de las sirenas, buscan ligarse a sí mismos, o sea, comprometer libremente sus acciones futu-
ras (Elster, 2000). Por supuesto, como lo muestran los avatares
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de las historias individuales, todas las ligaduras, todos los com-promisos, están sujetos a revisión. Pero esto no supone hacer de la incondicionalidad amorosa una manifestación compulsiva o imperativa del honor, del respeto de las obligaciones o de las cláusulas de un contrato. Puede parecer extraño decirlo de esta manera, pero la incondi-cionalidad-del-amor está lo más lejos posible de toda mala fe (una mentira a sí mismo sobre la fuerza de los compromisos), pero rara vez alcanza la plena verdad de una certidumbre. Es en este claro-oscuro de obligación y autenticidad que vive, se re-nueva y se declina la incondicionalidad amorosa. A pesar del vigor de las representaciones y de las promesas (institucionales y subjetivas) de incondicionalidad, los amores humanos tienen en los hechos declinaciones diversas, a geome-tría y temporalidad variada. Todo bien analizado las represen-taciones acerca de la perennidad del amor parental, del instinto materno, de la exclusividad monógama, del imaginario del “fle-chazo”, de la unión matrimonial “para siempre” y sobre todo del amor romántico trágico sólo son lecturas/traducciones parcia-les y sesgadas de un ideal de incondicionalidad amoroso huma-no, siempre demasiado humano.El horizonte ético de la incondicionalidad amorosa no debe oponer los compromisos subjetivos e institucionales; se debe buscar, por el contrario, paliar y articular conjuntamente sus fa-lencias y coerciones. Por supuesto, en abstracto, las dos fuentes de la incondicionalidad, la subjetiva y la institucional, se tensan entre sí; pero en los hechos los destinos son diversos: a veces se refuerzan, otras se debilitan recíprocamente. No es por supues-to una novedad. Pero el desafío se plantea hoy en día de manera más agónica. Aquí está la diferencia. Se toma conciencia que el reto no es resuelto ni por el matrimonio, ni por la conyugalidad monógama, ni por la red afectiva poliamorosa, ni por el amor romántico, ni tan siquiera por el deber parento-filial.
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Pero eso no impide pensar nuevas libertades institucionaliza-das. Curiosamente, de todas las relaciones de incondicionalidad contemporánea, la amistad, a pesar de su habitual resiliencia, es una de las más frágiles. La razón es fácil de enunciar: la amistad es el auténtico reino de la libertad relacional. Infinitamente más que la conyugalidad o la parentalidad, su sobrevivencia anida en la recíproca convicción subjetiva de la perennidad de la amistad. Posible novedad de nuestra época: frente a las desvinculaciones amorosas y familiares, es posible que se vuelva necesario reco-nocer legalmente modalidades amicales de unión entre los in-dividuos sin importar su género, las edades o el número. Sobre todo, el número. Legalizar formas diversas de asociación entre individuos (digamos un grupo como el de la serie “Friends”), le daría también a la amistad una base de incondicionalidad ins-titucionalizada. Ciertamente, la amistad siempre supo pasarse de ella; pero los tiempos han cambiado y un número creciente de individuos, en diversos momentos de sus vidas, se sostienen en el mundo gracias a un entramado particular de amistades y relaciones (Martuccelli, 2007). No le compite al Estado circuns-cribir o definir el tipo de vínculo entre ellos (amistad, poliamor, comunidad, fraternidades); pero es responsabilidad de las insti-tuciones abrir este posible soporte de incondicionalidad.En el origen del desafío ético contemporáneo de la incondicio-nalidad se encuentra la individualidad. El otro siempre es una “asperidad” imposible de erradicar. Una resistencia. El imagi-nario totalitario del amor-como-fusión, pero también la institu-cionalidad coactiva e indisoluble del matrimonio o los instintos parento-filiales pensaron poder encorsetarlo. Esfuerzo inútil. En las sociedades contemporáneas, la incondicionalidad amo-rosa sólo puede ser una promesa anhelante de certeza que se (com)prueba ante los desafíos de la vida. El milagro del amor es que una y otra vez y siempre de nuevo hace olvidar a los in-dividuos la fragilidad de la incondicionalidad que usufructúan y prodigan. La incondicionalidad amorosa combina de manera di-
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versa obligaciones institucionalizadas y decisiones personales, pero, desprovista de garantías definitivas, debe en último análi-sis creer en la certeza sincera de las convicciones y los compro-misos. El amor incondicional es el desinterés subjetivo, absoluto y sincero, por el posible momento del “sacrificio” de sí en aras de la persona amada; pero es también la confianza que quisiéramos definitivamente adquirida del sostén –afectivo, material– subje-tivo y/o institucionalizado del ser amado. La incondicionalidad amorosa, el acto ético por excelencia, es una promesa irradiada por la más sólida de las confianzas (en sí mismo, en el otro), pero con la conciencia de la ausencia de certezas definitivas.
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Recebido em 14/01/2022 Aceito em 10/05/2022